Se sentó en el sillón de la consulta con cierto reparo. No
era la primera vez que acudía, llevaba varios meses asistiendo a terapia, pero
era la primera vez que iba a contarle cosas que probablemente la hicieran
sentir incómoda.
–
Buenos días, Wanderer, ¿qué tal?
¿Cómo estás hoy? ¿Estás preparado para contarme tus sueños?
–
Señora doctora… - se puso nervioso
como un chiquillo. Sentía el calor en las mejillas y el sudor en las palmas de
sus manos.
–
¿Qué te pasa, Wandy? ¿Por qué
estás tan tenso?
–
Verá, señora – ella le miraba a
través de sus gafas, con sus enormes ojazos azules. Era la única psicóloga de
todas cuantas había conocido que no le miraba con condescendencia. – Esta noche
he tenido un sueño muy especial.
–
Muy bien, será especial que me lo
cuentes.
–
Es que, verá…
–
¿Sí?
–
He soñado con usted.
–
Me halagas, Wanderer, pero no te
sientas incómodo. – no hay reproche en su gesto, ni enfado, casi parece una
sonrisa de aprobación – Es normal soñar con las personas que te rodean, están
presentes en tu mente y su imagen…
–
No ha sido un sueño erótico – casi
grita para decirlo, como si fuera una disculpa.
–
¿No lo ha sido?
–
Bueno, sí, un poquito…
–
Cuéntamelo, venga.
–
¿Seguro?
–
Estás deseándolo…
–
Pero hay muchos detalles, muchas
cosas que hacía, muchas formas de hacer según qué cosas…
–
¿Qué temes? ¿Que me escandalice?
¡Qué cosas tienes!
Wanderer miró fijamente a la Doctora Anna para saber si
hablaba en serio. En efecto, estaba deseándolo, porque tenía las imágenes de su
sueño bailoteando entre su mente y su piel, y había una parte de su cuerpo que
aún no había podido salir del sueño. Empezó a poner en orden las imágenes y fue
narrándolas una tras otra, pero no podía quitarse de encima cierto reparo hacia
cómo podía sentarle todo lo que iba a contar.
El sueño comenzaba como tantos otros sueños de Wanderer, con
un grupo de mujeres sensuales bailando e insinuándose a sus ojos. Oscilaban
alrededor de una cama, y cuando, en su sueño, se acercó, no le sorprendió darse
cuenta de que todas ellas eran la Doctora, que iba escuchándole a medida que se
lo contaba, sin ningún gesto de reprobación ni rechazo.
Wanderer soñó que tenía una cámara fotográfica en sus manos.
Una máquina antigua, con fuelle, con cámara oscura, colgando del cuello,
apoyada en su cintura. Frente a él, todas las mujeres menos una habían
desaparecido, quizá se habían ido o quizá fusionado en una sola, que ahora se
tumbaba en el colchón moviéndose lentamente, posando para las fotos que él iba
haciendo con los botones y los artilugios de la antigua cámara.
Al principio eran fotos totalmente inocuas, fotos para dejar
constancia de su arrolladora hermosura, de su sensualidad, pero pronto las
imágenes que se iban plasmando dejaban ver mucho más, comenzaban a ser más
atrevidas, se aventuraban más en el cuerpo y en la sexualidad de Anna, y,
tumbada sobre el colchón de su sueño, Wanderer pudo ver cómo su doctora
comenzaba a quitarse piezas de ropa.
Se aclaró la voz y siguió contando. Contó cómo las
fotografías comenzaron a ser juegos sugerentes, a explicar cómo los dos jugaban
a hacer ver más con la imaginación que con los ojos, cómo se entendían en un
proceso de descubrimiento que iba mostrando más y más del magnífico cuerpo de
la doctora. Wanderer comenzaba a estar muy excitado, pero era un sueño y las
prioridades son distintas en los sueños. Ahora sentía la prioridad de
fotografiar a Anna todo lo que ella deseara ser fotografiada, por completo,
hasta el fondo, primero poco a poco y luego más intensamente, una foto tras
otra sin descanso.
Mientras, la doctora se agitaba sobre el colchón y jugaba
con él. Con apenas la ropa interior intentaba atraer a Wanderer hacia ella,
para que la fotografiase de muy cerca, le rodeaba la cintura con las piernas,
le agarraba del cuello para llevar su cámara de fotos sobre su cuerpo, se reía,
le decía cosas como “fotografíame, sí, házmelo”. Y mientras, él, pardillo e
inexperto con la fotografía, se escurría de sus manos y de sus piernas y seguía
buscando posturas, enfoques y encuadres adecuados para que la fotografía fuese
satisfactoria. Preparaba fotos tomando con sus manos partes del cuerpo de Anna,
comprobaba su firmeza, amasaba un pecho como se amasa un cono de masa de pan
turgente, deslizaba sus dedos sobre la piel de su cuello, movía un poquito los
tirantes de su ropa interior imaginando la foto, y se desentendía de las
miradas provocativas y las propuestas cada vez más evidentes de su doctora, no
sabía muy bien por qué.
Por un momento paró de narrar y se fijó en su doctora, en la
sala de la consulta. Le escuchaba contando todos los detalles, con las piernas
cruzadas, con una mano apoyada en la rodilla y la otra en su cuello, con una
sonrisa dulce y una mirada cálida, que Wanderer no acababa de entender. Igual
que no entendía el rubor que subía a sus mejillas ni la forma en que ladeaba su
cintura sentada en la silla. Pero no quiso entrar en averiguaciones y siguió
narrando.
Desatados ambos, uno por la pasión por la fotografía, el
otro por las ganas de ser fotografiada por completo, las piezas de ropa
interior pronto volaron y al fin las fotos comenzaron a ser íntimas. Tenía muy
clara en la mente la imagen del primer pezón que pudo fotografiar, erguido,
sonrosado, excitado. La turgencia de sus pechos y la forma de sus nalgas. Su
ombligo, su cuello, sus labios. Fue fotografiándola centímetro a centímetro,
como si quisiera encontrar el lugar más hermoso de su piel. Incluso un par de
lunares, gemelos, orbitando uno junto al otro, en su escote, lugar magnífico
donde perder besos y respirar olores.
Y en ese punto la doctora Anna interrumpió su narración.
Desabrochó dos botones de su blusa, abrió la tela y le mostró dos lunares
idénticos a los que había descrito. Y le guiñó el ojo mientras desabrochaba el
resto de su blusa. Los ojos de Wanderer se desorbitaron pero ella le insistió
en que siguiera narrando. Como pudo intentó recordar por dónde iba, y llegó a
la imagen que más clara tenía de todo el sueño.
Anna, ya desatada sobre el colchón, incitando descaradamente
a Wanderer para que se la fotografiase por fin, había llevado sus dos manos
entre sus muslos. Las movía, eso era evidente, y lo glorioso de esa imagen no
podía ser captado en una sola imagen, necesitaba que fuese un vídeo, así que lo
que tenía sobre su cintura dejó de ser una cámara antigua y pasó a ser una
cámara de vídeo moderna, gentileza del reino de los sueños, y la imagen de sus
brazos moviéndose, de sus muslos apretándose entre sí, de sus dientes mordiendo
sus labios, de sus caderas agitándose a un ritmo cada vez más frenético, fueron
registradas una y otra vez, hasta que por fin separó sus muslos, y su objetivo
pudo captar, en toda su plenitud, los magníficos labios abiertos de par en par
del coño de Anna, enrojecidos, mojados, pegajosos, y sus dedos, algunos
aprisionando su clítoris, otros entrando y saliendo de su vagina, mientras los
caderazos que su doctora lanzaba al aire hacían cada vez más evidentes que el
orgasmo estaba cerca. Y mientras, Wanderer estaba justo entre sus muslos,
enfocando su coño de frente, hasta el fondo, para no dejar pasar ni una de las
contracciones del cuerpo de Anna en su sueño.
Y cuando por fin la Anna del sueño lanzaba un pequeño grito,
luego aguantaba la respiración durante tres segundos, otro grito, otros tres
segundos, y finalmente caía sobre el colchón sin sacar sus dedos de dentro de
ella, la Anna de su despacho, sin camisa y con la falda desabrochada observaba
fijamente a Wanderer, mientras narraba todo, y le preguntó, sin el menor atisbo
de duda:
–
Y tú, ¿te corriste? – lo ha
preguntado tan a bocajarro que ni siquiera le ha sorprendido.
–
¿En el sueño? No.
–
¿Y sabes por qué?
–
Ni idea…
–
Porque tenías que correrte ahora,
cuando yo me encargue de ti, aquí.
–
¿Qué quiere decir, doctora?
–
¡Oh, por dios! No me llames
doctora, ya sabes quién soy y dónde estamos. Fóllame, pero de verdad, sin
cámaras. O te despertarás y olvidarás los dos sueños, el que has tenido y el
que estás teniendo. Ven, lo estás deseando.
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