lunes, 19 de mayo de 2014

Textos clandestinos


El día a día en la universidad es aburrido como pocas cosas para Sonia. Más allá de lo que aprende, de la carrera propiamente dicha, no le pasa nunca nada que haga que las fechas se distingan unas de otras. Siempre con los mismos chicos que se creen guapitos que compiten para llamar su atención, todos de la misma forma, todos haciendo las mismas cosas, como ciervos bramando. Está aburrida de que siempre le digan lo guapa que es, lo bien que le sienta lo que lleva puesto, lo buena que está y lo bien que huele. Ella ya lo sabe, joder, por eso se pone esa ropa y usa ese perfume.

A Sonia no le sobra demasiado tiempo libre en la Universidad de Medicina. Es una chica muy solicitada, más de lo que le gustaría, y tiene una buena corte de pretendientes que la intentan cortejar, aunque lo que realmente consiguen es invadir su espacio, y comienza a estar un poquito harta. Ella no tiene la culpa de tener ese aspecto. Es un verdadero bombón. Un cañón. Encima es jodidamente lista, quizá por eso se aburre tanto entre tanta cabeza vacía. Es como estudiar en una tienda de robots de protocolo con las manos robóticas demasiado largas. No hay nadie que despierte un poco su interés ni que le haga sentir a gusto, o mejor dicho, no lo había.

Hay un tío. Bueno, un chaval. Tiene buena pinta aunque no quiere destacar, con una actitud perpetua de que simplemente pasaba por allí. Pero cuando él pasa, cuando saluda, cuando se le ocurre algo que decirle, consigue hacer que sus mofletes se contraigan con una pequeña sonrisa, imperceptible en la cara aunque totalmente visible en su interior. Coinciden poco, pero tiene siempre un comentario inteligente y sobre todo original, que hace que ella siga teniendo esperanza en el género masculino. Sin embargo, no parece muy interesado en ella. Simplemente él es así, solo pasaba por allí. Su nombre, para este relato, para nosotros, será Héctor.

Un día, entre los grupitos de los pasillos se propaga un pequeño escándalo. Se están encontrando panfletos y octavillas, con cuentos escritos de una manera –¿cómo decirlo? –, muy sensual. Son cuentos muy tiernos, sin tapujos, honestos y excitantes, firmados con un pseudónimo. Dicen que han encontrado algunos de esos folletos en la biblioteca, otros en las fotocopiadoras, otros dicen que se los han pasado, pero nunca nadie sabe quién los escribe ni de dónde vienen. Sonia querría poderles echar un vistazo. Tiene una gran habilidad con el manejo de la lengua y las palabras, y una capacidad de expresión innata en el terreno sexual, y le interesa bastante la posibilidad de leerlo. Cualquier cosa que despierte su curiosidad despierta también su apetito, y ambas cosas están comenzando a abrir los ojos. Habla con la gente, investiga por ahí, y por fin encuentra uno de los cuentos, abandonado en una silla en la cafetería. Por el buen estado de las fotocopias parece reciente, y la forma de comenzar la narración es tan especial que siente cómo se dilatan sus pupilas en dos frases. Será mejor que lo lea en otro lugar más íntimo. Un rincón apartado en el parque al sol será el idóneo.

Por lo visto es la segunda parte de un relato anterior. Cuenta el punto de vista de una mujer joven contando cómo otro chico mayor acepta ayudarle a perder su virginidad. Es largo y quizá un poco aburrido, pero las escenas descritas son muy calientes y la narración muy honesta. Sonia siente que todo su cuerpo está respondiendo a la lectura. Le gusta cómo inicia la historia poniendo en situación su mente, pero también le gusta cómo describe punto por punto todo lo que pasa. El calentón durante su lectura es bastante grande, pero no es lugar para liberar sus caricias, y tampoco se trata de un cuento que la lleve a un punto sin retorno. Es excitante, pero no definitivo. Vuelve a clase con el buen rollo que da sentir el cuerpo despierto y la sensación de haber encontrado algo sobre lo que vale la pena averiguar más.

Al día siguiente llega a la universidad deseando investigar quién ha escrito eso. Vuelve a buscar en los sitios en los que se han encontrado antes otros relatos, por si hubiese suerte, pero no encuentra nada, ninguna pista. Casualmente se ha cruzado con Héctor varias veces en la ruta que ha seguido; él se ha mostrado incómodo y ha intentado disimular. Quizá esté buscando lo mismo que ella. No puede dejar que se le adelante o, en el peor de los casos, le pedirá que lo compartan. Así que se dirige a él:

– ¿Buscas algo en particular? – Le parpadea como si quisiera abanicarle con sus pestañas. Usa su mejor sonrisa y arquea la espalda para que él sea consciente de lo bonito que es su escote.

– Ehm, no… solo iba a dejar esto en su lugar…

Dicho esto, saca unas hojas grapadas de su carpeta y las deposita detrás de una silla. Y se va. Sonia se queda totalmente perpleja y se lanza a ver qué ha dejado. Héctor ya no está en el pasillo cuando ella reconoce el tipo de papel, de letra, y sobre todo, de escritura. Es un relato de varias páginas que no puede dejar de leer, y que devora sin importarle la gente que pasa por allí mientras se escurre, se retuerce y se menea inquieta en la silla. Las frases que va leyendo le hablan de castigos, de venganzas, de infidelidades consentidas, y por encima de todo, de las cosas que un tipo afortunado está haciendo a una mujer sexy e inteligente como ella. Sonia siente que le provocan una desazón en su cuerpo que necesita liberar. Pero antes tiene que aclarar algunas cosas.

Se va en busca de Héctor. Puede que sea una casualidad, que hubiera leído ese texto y lo estuviera dejando en su lugar, pero las hojas están demasiado bien cuidadas para haber pasado por varias lecturas a una mano. Lo encuentra en una sala de estudio, con varias mesas y poca gente, en un pasillo apartado en una sección poco transitada, y Sonia se sienta a su lado.

– Sé quién eres.

– Claro, soy Héctor. Y tú Sonia.

– No, digo que sé que tú escribes esto.

– Me sobreestimas.

– ¿Es una historia real?

– ¿Lo parece?

– Sí, está muy bien escrito.

– Gracias.

– Así que sí, ¿no? Eres tú.

– No se lo digas a nadie. Por favor.

– Lo he leído, y me ha puesto muchísimo. – le sorprende ser tan sincera sobre su excitación estando tan cerca de él, cara a cara con un tipo que es casi un desconocido.

– Me alegro. Lo escribí con todos mis sentidos. En cada palabra que has leído estaba yo agazapado intentando excitarte. Misión cumplida.

– Muy cumplida.

– La chica del relato lleva unos shorts, como los tuyos. ¿Has sentido que eras tú la protagonista? En mi cabeza lo eras.

– ¿De verdad? – No esperaba una revelación tan directa, pero eso no le disgusta en absoluto.

– Eres hipnótica, consigues sin pretenderlo que todos te tengamos en la cabeza.

– Pues ahora me tienes totalmente atrapada. Que lo sepas.

– Voy a tener que usar eso con responsabilidad, o se me irá la mano y te provocaré demasiado. ¿O no será demasiado?

– No voy a ser yo la que te ponga límites.

– Si dices eso tendré que hacer que mis palabras se deslicen por tu piel, y sabes que puedo hacerlo.

– Mi respiración acelerada y mis bragas húmedas dicen que no pares.

– De tus bragas húmedas quisiera ocuparme yo ahora.

Mirándole a los ojos, como si quisiera evitar que él se eche atrás de lo que le acaba de decir, ella separa sus piernas por completo, pone una rodilla detrás de la silla de Héctor y deja la otra bajo la mesa, abierta de par en par. Desabrocha uno de los botones de sus shorts y acerca la silla hacia él. Sobre la mesa hay varios montones de libros, y están bastante apartados del camino de los pocos alumnos que entran y salen, por lo que se sienten seguros, pero si les pillasen…

Héctor levanta el índice de su mano derecha y lo lleva a la boca de Sonia. Ella deposita un beso en su yema y él lo desliza hacia abajo, por su barbilla, por su cuello, por su escote, entre sus dos pechos, y por encima de su top supersexy, sin tocar nada incendiario pero dejando claro que ha pasado por allí. Llega al estómago, visita el hueco de su ombligo, sigue un poco más abajo, y percibe la suavidad de la tela de sus braguitas, que asoman en el espacio dejado por el botón abierto de sus shorts. Recorre el borde superior, todavía con la yema de su dedo, y ella baja del todo la cremallera. De un zarpazo, con un movimiento conjunto de caderas y manos, se los lleva a sus rodillas y enseguida están en el suelo. Está en braguitas, en un aula de estudio de la universidad, donde podrían ser vistos, oculta tras una mesa en manos de un semidesconocido que manosea su cuerpo sin ningún pudor con toda la parsimonia del mundo. Puede sentir cómo la yema del dedo índice de Héctor recorre la zona húmeda de su ropa interior, cómo se desliza por encima de sus pliegues, cómo los identifica uno por uno, y ella cada vez está más abierta, cada vez empuja más sus caderas, cada vez necesita más acción. Héctor quiere ponerla cachonda, quiere hacerla sentir ansiosa, simplemente él es así. Ella empieza a estar en ese punto en que va a pedirle que le arranque las bragas de un estirón, y se lo dice, como puede, entre suspiros, controlando sus quejidos para que nadie los descubra, y él, que ha llegado a colocar la yema de su dedo índice sobre el botoncito que buscaba, hace vibrar su dedo muy rápido. Sonia ha tenido que taparse la boca para no gritar por la sorpresa y el placer.

Él sabe, porque lo está tocando, lo mojada que está ella, y de un movimiento rápido se arrodilla entre sus piernas, oculto casi completamente debajo de la mesa, y aparta a un lado sus braguitas. Ella resopla cuando ve cómo se relame, anticipando lo que va a ocurrir, y mete su puño en su boca para silenciarse en la medida que pueda. Héctor da un lametón plano, recorriendo sus labios como si fuera un helado, un helado de jugo de coño, aplastando todos los pliegues. Luego da otro lametón, haciendo fuerza con la punta entre ellos, y tras varios lametones más ya es su lengua la que busca los lugares que supone que ella prefiere. Cuando está empujando hacia arriba la caperuza de su clítoris ella le susurra que no puede más, que tiene que correrse. Él le traza rápidamente unos cuantos círculos sobre ese punto, y no para de hacerlo mientras las caderas de Sonia saltan al ritmo de su placer, silenciando gritos y aguantando la respiración. Después de esto, ella se queda relajada, derrumbada sobre la silla, con las piernas abiertas y su coño goteante a la vista.

– Para, para, no puedo más…

– Me paro.

– Entre tu texto y esto que me has hecho…

– Siento haberte dejado a medias con mi relato, tendré que escribir uno que sea tan bueno que puedas llegar al orgasmo mientras lo lees. Y lo escribiré para ti, te lo prometo. Cuenta con ello.

– ¿Y tú qué tal?

– Encantado de haberte servido y dispuesto a repetir cuando quieras. Pero ponte los shorts, que vienen.

Mientras dice esto se oyen pasos en el aula acercándose al espacio tan íntimo en que ha pasado todo, y mientras Sonia disimula como puede, Héctor inventa una exposición en voz muy alta sobre anatomía pulmonar y síndromes como el asma, causante de jadeos y falta de aire. Y de esa forma, cuando aparece un grupo de estudiantes en su pasillo, parece que lo que hacen es estudiar, aunque ella sigue con los pantalones desabrochados y él tiene una erección descomunal que escuda bajo la mesa.

Al salir de esa sala de estudios ambos están sorprendidos de lo bien que ha ido, de lo natural que ha sido compartir un momento así. Tienen que despedirse en ese momento, y él le cuenta que se dirige rápidamente a su casa, a hacer dos cosas urgentemente: la otra es escribir el relato que le ha prometido.

La mañana siguiente Sonia aparece en la universidad con un vestido tan sexy o incluso más que los shorts que llevaba ayer, con la secreta intención de facilitar el acceso a Héctor a todo aquello que tenga a bien desear, si se encuentra con él. Se siente humedecer cada vez que se imagina una situación similar, con su mano grande y firme investigando bajo su vestido, y pasea por la universidad en busca del relato prometido con la seguridad de encontrarlo.

En la misma silla en la que encontró el último aparece un texto, con la misma letra, el mismo papel, y Sonia lo dobla y lo guarda en su carpeta sin empezar siquiera a leerlo. Sabe que será un texto que no podrá leer en ningún lugar que no sea su propia casa, su propia habitación, y pasa el día con la prisa del que espera a su amante, con la certeza de que las horas le acercan al placer. Por fin el día termina, vuelve en autobús controlando sus ganas de empezarlo, llega a su casa, decide darse una ducha antes de leer, larga y caliente, pero sin caricias sexuales, y envuelta en su toalla grande se sienta en el sofá y coge el texto. Empieza a leer:


Ayer prometí que escribiría un documento que consiguiera llevarte al orgasmo. No un simple relato erótico que te excitase, sino una narración cuya lectura sea como echar un polvo con las palabras. Un polvo gratificante y lento. Espero que estés desnuda. No por evitarme desnudarte, me pasaría horas quitándote prendas una a una, dejando que tu piel entre en contacto de nuevo con el aire y descubriendo partes de tu cuerpo con la vista. Quiero que estés desnuda porque espero que empieces la lectura de este documento totalmente dispuesta para lo que se te viene encima. O mejor dicho, dentro. Debo advertirte de que yo lo escribo desnudo, con el portátil sobre mis rodillas y mi pene apoyado en él, de forma que tengo el glande al alcance de mis pulgares y lo acaricio a medida que te escribo. Quizá te cuente en uno de estos párrafos cómo tuve que domesticarlo cuando volví a casa al salir de nuestra sala de estudio, pero de momento nos olvidaremos de mi cuerpo y pensaremos en el tuyo.


Sigo sintiendo en la piel de mis manos el aroma de las caricias de ayer y en mi boca todos los sabores que lamí. Ni puedo ni quiero quitármelos de la cabeza y espero que tú sigas teniéndolo todo en tu recuerdo y en la punta de tus dedos, porque de momento esas serán las únicas partes de tu cuerpo que utilizaremos. Ahora mismo quiero que mires tus yemas, turgentes y suaves como pequeños glandes, y te lleves una a la boca. Elige tú el dedo, ya me dirás cuál has elegido. Bésalo como hiciste ayer, lámelo, muérdelo, saboréalo, y llénalo bien de saliva. Estás haciéndolo, ¿verdad? Tu cara de niña traviesa con el dedo en tu boca me da ganas de ponerte sobre mis rodillas y darte unos azotitos. Bien, cubre tus labios de una capa de saliva, repartida con tu dedo. No pensabas que resultase tan sexy, ¿eh? Ahora baja por tu barbilla, y sigue por tu cuello. Eso sí que te gusta. Lo sé.



Insiste en tu cuello, traza una línea de saliva desde tu oreja hasta el principio de tu clavícula. No hace falta que te diga las ganas que tengo de dejarte un mordisco justo ahí. ¿Sientes esa caricia como si fuese mi lengua? Espero que vayas siguiendo los pasos que te doy y no te estés adelantando. Si lo haces no está mal, pero cuéntamelo. Ahora ya te sabes de memoria tu cuello, y te gusta, pero te apetece ir más allá, así que vuelve a mojar tu dedo. Esta vez baja por tu garganta hasta tu esternón, sigue recto, entre tus pechos, y recorre ese valle tres veces, ni una más ni una menos. Me encanta cómo huele esa parte de tu cuerpo cuando comienzas a excitarte.



Estás siendo muy buena, obedeces todas mis instrucciones. Mereces un premio. Agarra tus pechos, cada uno con una mano. Sopésalos y comprímelos, como una fruta madura. ¿Has sentido eso? Lo he sentido hasta yo. Ahora comprime más, como si quisieras estrujar la fruta. Ya basta. Ha estado mejor, ¿eh? Me encanta verte estrujarte y soltarte los pechos, me pone tan cachondo… Vuelve a hacerlo. Cuenta diez segundos mientras lo haces y luego deja de hacerlo. ¿Ya respiras mal? Yo diría que sí. Pero aún será peor. O mejor.


Vuelve a cargar bien de saliva tu dedo, y llena también el de la otra mano. Hay dos sitios donde quiero que dejes unos buenos charcos, así que llévate toda la que puedas; haz varios viajes, gotea babas sobre tu pecho si es necesario, que resulte tan cochino que sea excitante verlos goteando sobre ti. Y, sobre todo, que tus dos areolas rezumen saliva de una forma lasciva, como si una lengua los acariciara. Al final de esta frase cierra los ojos e imagina dos lenguas, a la vez, una en cada pezón, repartiendo saliva en círculos, durante diez segundos. Estoy seguro de que has podido imaginar las dos personas, hombres o mujeres, que te lamían los pezones. Ya me dirás quiénes eran. ¿Te has imaginado los dientes mordiéndotelos? ¿No? Pues hazlo ahora. Unos dientes te muerden un pezón; pellízcatelo y tira de él durante tres segundos. Tira con más fuerza, tres segundos más. Y ahora pellizca fuerte y tira de él, diez segundos. Noto cómo te agitas, creo que mi misión de ponerte cachonda va por buen camino.


Deja que lleve tu mano un poco más abajo. Voy a llevarla a tu coño, porque sé que lo necesitas, y porque yo lo deseo. Quiero que lo primero que hagas sea pasar por encima, con la yema de tu dedo corazón, para comprobar si estás mojada. ¿Probarás su sabor? ¿Me dirás a qué sabe? Espero que a estas alturas estés bien mojada, si no lo estás algo debo de estar haciendo mal. Pasa otra vez, pero ahora con el dedo entre los labios, separándolos. Se abren como los pétalos de una flor mojada de rocío. Desliza diez veces el dedo así, ni una más ni una menos. Ahora, lleva la yema de tu dedo encima del bultito que recubre tu clítoris. Masajéalo haciendo círculos. Supongo que tu dedo ya debe de estar mojado, pero si lo necesitas mójalo de saliva, como si fuese mía. Diez círculos. Y para. Saborea tu dedo de nuevo. Vuelve a llevarlo a tu clítoris. Esta vez, en lugar de hacer círculos, pasa de lado a lado diez veces. Y para. Me encanta tu cara de ansiosa cuando te ordeno que pares, y me encanta que pares. Tienes tu coño abierto y mojado y estás sin tocarte esperando mis instrucciones. Eso me vuelve loco.


Quiero que vayamos un poco más allá. Desliza tu dedo, el que prefieras, por tus labios menores. Baja por uno de los labios, hasta la entrada de tu coño. Sube por el otro, presionando un poquito. Llega hasta arriba, por encima de tu clítoris. Presiónalo, baja de nuevo, y sigue así hasta dar tres vueltas completas. Cuando llegues a tu vagina por cuarta vez quédate ahí. Empuja con tu dedo, un poquito. Quiero comprobar si podrías meterlo, y de paso si podría meterte mi polla ahora mismo. Supongo que debe de poder entrar, así que hazlo, avanza, métetelo muy lentamente pero hasta el fondo. Y cuando esté dentro del todo, prueba una cosa. Haz un movimiento rápido con la mano como si se agitara, para que tu dedo vibre ahí dentro. Prueba varias veces, hasta que controles el movimiento. Hasta diez veces. Te hago contar para que mantengas tu cabeza alerta y no te dejes llevar, o te correrás antes que yo. Ahora saca tu dedo, del todo, y vuélvelo a meter, del todo, muy despacito. Quiero que te concentres en la sensación de las paredes de tu vagina adaptándose a tu dedo, deslizándose, para que me la cuentes cuando quieras que sea mi polla quien la sienta. Por supuesto, quiero que lo hagas diez veces, también. Y para. Ahora que está tu dedo dentro vuelve a vibrar, diez segundos.


Quieta. Saca tu dedo. Seguro que rezumas jugo; comprueba su sabor y humedece también otro, porque te vas a meter dos. Lleva tu mano de nuevo a tu coño, coloca un dedo a cada parte de tus labios y haz unos alicates, presionándolos. Baja de esa forma hasta que la palma de tu mano esté presionando tu clítoris, y vuelve a subir. Vuelve a bajar así. Vuelve a subir. Vuelve a bajar y lleva tus dos dedos mojados a tu vagina. Mientras entras, asegúrate de seguir aplastando tu clítoris con la palma de tu mano, e intenta llegar lo más profundo que puedas. Ahora cuesta un poquito más, pero estoy seguro que podrás hacerlo bien. Sal y entra de esa forma diez veces, exactas. Rozando tu clítoris mientras lo haces. Sé que, a estas alturas, estoy siendo un cabrón. Lo que quiero es que acabes diciéndome cuánto.


Ahora estás quieta, con tus dos dedos en tu interior. Encógelos dentro de ti, como si fuesen un gancho. Hay un lugar ahí dentro, supongo que lo conoces bien, un poco más rugoso. Quiero que te lo rasques, como si te picara mucho. Sin soltar la presión sobre tu clítoris. Esta vez te voy a dejar que te lo rasques cuantas veces quieras, durante diez segundos. Cuando ya lo hayas hecho agita tu mano, como antes, muy rápido, con los dedos encogidos, durante diez segundos más.


Para. Estate quieta. ¿Por qué no te estás quieta? Vuelve a hacerlo. Más rápido. Sigue. Sigue. Sigue. Para. Ahora viene el reto. Junta tres dedos, ponlos en la entrada de tu coño, y empuja. ¿Caben? Espero que sí, si no cupiesen, mi polla tampoco cabría, no entra en cualquier sitio. Mételos como te gustaría que te metiese mi polla. Fuerte, rápido, hasta el fondo. Agita tu mano en tu coño lleno de dedos. Hazla vibrar y vibra tú también, estremécete y no dejes que nada te detenga, ni siquiera yo. Sigue agitando los dedos en tu coño, óyelo chapotear, hasta tu orgasmo, mientras yo agito mi polla dura y ansiosa, que llevaba un buen rato esperando a que tú te corrieras, para perlar mi abdomen y mi mano de mis jugos pegajosos y calientes que son tuyos, porque tú los has provocado.


Y cuando te hayas corrido, si quieres hacerlo, vuelve a probar el sabor de tus dedos, y cuéntame a qué saben.

Espero ansioso tus descripciones. Tan detalladas y concretas como te sea posible. Mi piel te lo agradecerá.

Gracias por leerme. Un beso.”


Sonia termina de leer el texto rendida sobre el sofá. Ha tenido una mano ocupada todo el rato por el papel y la otra por las instrucciones, que ha seguido al pie de la letra, y ha ido cayendo a posición horizontal, lo cual ha facilitado bastante las operaciones. Pasa un buen rato disfrutando de las últimas oleadas de placer, acariciándose para prolongar el disfrute, y cuando siente que ya no le tiemblan las piernas se asea un poco y enciende su portátil. Tiene un texto de respuesta que escribir, un texto que va a estar a la altura. Y lo sabe.