jueves, 6 de agosto de 2015

Al fresco



María José está iniciando el ritual de cada noche en las últimas semanas. Es su forma de dar por acabado el día, de dejar atrás todas las tensiones, todas las preocupaciones que está comenzando a darle su vida cotidiana, sean las que sean. Allí no importan; solo lo hacen cuando está fuera de esa habitación. Este es su momento, su renacimiento diario, su encuentro consigo misma para recordar quién es, qué siente, y sobre todo cómo siente esa mujer. El proceso es muy sencillo pero no por eso deja de prestar atención a cada detalle. Entra en la habitación del fondo del pasillo, una habitación vacía, solo con un armario y un espejo antiguo, de los de cuerpo entero que se aguantan de pie. Mientras se observa se va quitando, pieza a pieza, cada una de las prendas de ropa que lleva en su vida fuera de esa habitación. Va dejando atrás medias, falda, blusa, pantalones, lo que sea que haya llevado allí fuera. Son pieles de las que debe desprenderse para hacer la renovación completa. Finalmente, desnuda de todo lo que ha sido, sostiene su propia mirada, segura, fuerte, y coge los tirantes del finísimo camisón blanco con el que duerme cada noche. Lo levanta en el aire, lo coloca en sus brazos y deja que la suave tela se deslice por su cuerpo, lentamente, cálido y suave, acariciando y ciñendo a la vez. Ya está lista para acercarse a la ventana, a su ventana.

Paco vuelve de trabajar cada noche a la misma hora. A veces le gustaría ser un tipo normal con un trabajo normal con un horario normal, pero si fuera así, ese tipo no sería Paco. Vuelve paseando; disfruta del trozo de camino paralelo a la costa, por una calle por donde no pasa nadie. Podría salir mucho antes de su trabajo, pero siempre encuentra una excusa para alargar su jornada laboral hasta ese punto. Podría llegar mucho antes a su casa si cruzara el pueblo por la plaza, por el centro, pero ha descubierto que ese camino vale mucho más la pena. En esa calle frente a la playa descubrió no hace mucho una ventana, y en ella a una mujer, y sobre esa mujer un camisón, y bajo ese camisón la mente de Paco, que no puede pensar en otra cosa, desde que vio el proceso en que cada una de esas cuatro cosas iban por separado pero se acababan fusionando en una sola. Primero vio la ventana. Luego pudo ver a la mujer, desnuda al lado de la ventana, unos segundos antes de que dejara caer su camisón, poco a poco. La mente de Paco quedó atrapada junto a ese cuerpo bajo la tela finísima y suave, y con ella, sus deseos, sus fantasías, sus sueños y su piel. Y desde entonces cada noche toma el camino largo para poder verla, si hay suerte y está asomada, y si hay más suerte aún poder saludarla, con el secreto anhelo de volver a ver aquella escena, que no puede olvidar.

Ella revisa cómo ha quedado el camisón sobre su cuerpo. Como siempre, le sienta genial. Pasa sus manos lentamente por su contorno, para acabar de colocarlo, y se ve en el espejo incitante, como si se estuviera acariciando para seducir a quien le esté viendo. Le gusta descubrirse así, con esa sensualidad tan sutil. Cada noche, al llegar ese momento, se siente encender un poquito. Solo un poquito. Y se acerca a la ventana de la habitación para sentir la brisa correr sobre su piel, al fresco, cogida a los barrotes metálicos de la reja de la ventana, duros, fríos, y respirando la fragancia de las flores del pequeño balcón, más bien una cornisa, que se extiende a sus pies. Siente que su cuerpo se expande, en comunión con el verano, con el mar frente a su casa, con la brisa, con las estrellas; siente que forma parte de la noche y que la noche forma parte de ella. Y su cuerpo se enciende, como siempre, cuando llega esta hora, esperando a que Paco pase por su calle.

Él camina rápido, con sus piernas largas las zancadas vienen solas, y controla mentalmente el tiempo que le falta para llegar a esa ventana. Está convencido de que esta noche hará algo que valga la pena, tras tantas noches en las que se ha decepcionado a sí mismo. Primero pasaba y apenas se atrevía a mirar. Luego se atrevió a saludar, un “buenas noches” educado al que ella tardó en responder, más movida por su propia educación que por cualquier otro interés. La primera noche que se detuvo a charlar dijo obviedades tan absurdas que ella lo miró fijamente, y apenas pudo decir unas palabras y bajar la mirada. Las últimas veces incluso se había atrevido a preguntarle su nombre, María José, para saber a quién dedicaba sus suspiros. Había deseado decirle cuánto la deseaba, cuánto necesitaba pasar por esa calle cada noche, cuántas veces soñaba con ese camisón y con el cuerpo que encerraba, pero lo único que era capaz de decir eran estupideces sobre el tiempo, y la noche, y el mar, y el horizonte. Esta noche lo dirá. Esta es la noche. De hoy no pasa. Se va envalentonando a medida que zanquea sobre los adoquines de la calle e intenta encontrar una frase, una forma de decir algo. Aún le queda tiempo para que se le ocurra.

Ella ha apoyado su hombro en el alféizar de la ventana. En su mano, un vaso de bebida fría, vino quizá, o simplemente agua, con la superficie humedecida por el vaho. Está pensando en la suerte que ha tenido de que Paco pase por su calle, cada noche, sin saber de dónde viene ni a dónde va, a esas horas. Quizá sea un médico, que acaba su turno de guardia, o un bombero. O un camarero, o un vigilante. Hay tantas cosas que no sabe de él. El primer día que lo vio pasar le siguió desde varias decenas de metros antes de llegar hasta cien metros después de pasar. Él no hizo gestos de haberla visto, pero ella sintió en su cuerpo que la presencia de ese hombre había encendido una lámpara en una parte poco iluminada. La noche siguiente volvió a pasar por su ventana, y volvió a sentir la misma luz, la misma calidez. Se descubrió a sí misma esperando la noche con ansia y preparándose para verle pasar, aunque no dijera nada, aunque no pasara nada. Hasta que un día, en que las cosas de su vida diurna habían ido mucho peor de lo normal, decidió retrasar su ritual frente al espejo, dejó una luz más encendida, esperó un poquito más, unos minutos más, desnuda tras la ventana, para asegurarse de que él tuviera ángulo de visión mientras dejaba caer su camisón. No está segura de que llegara a verla, y a veces se siente tentada de volver a hacer aquella locura, pero no se ha vuelto a atrever. Esa ventana se ha convertido en su lugar favorito para tomar el fresco, aunque nunca sienta que le baje la temperatura, en la habitación vacía, donde ella deja atrás a las demás ellas y se convierte en ella misma. Con el tiempo él demostró que sabía que existía, aunque se limitara a un sencillo saludo con la cabeza al pasar. Si le hablaba, aunque solo fuera un “buenas noches” de persona educada, su cuerpo se retorcía bajo el roce del camisón, intentando disimular su turbación, sin encontrar las palabras justas para responderle como se merecía. Solo podía verle mirándola, con esos ojazos, hablándole, con esa boca y con esa voz, y ella callaba y dejaba que la sensación la penetrara hasta bien adentro, hasta que se daba cuenta de que tenía que responder, cualquier cosa, lo que fuera, y no acertaba a decir más que algo demasiado formal para expresar lo que sentía. El día que él le preguntó su nombre estuvo tan tensa que casi tuvo que repetírselo. “Paco” fue el susurro que repitió desde ese momento en sus momentos de mayor intimidad. Y cada noche, cuando pasa y saluda y a veces se detiene a charlar, su cuerpo se estremece deseando que le diga palabras que la acaricien, por encima o por debajo de ese camisón, y está tan turbada, tan rendida, que desearía ser ella misma la que le provocara esas palabras, pero algo la detiene cada vez. Hasta que, cuando ya se ha marchado, regresa a la penumbra de su habitación, frente a su espejo, levanta suavemente el camisón hasta sus caderas, y, cada noche, mirando su reflejo, comprueba hasta qué punto desea a ese hombre acariciando toda la humedad que acumula, separando pliegues, buscando formas, encontrando bultos que al presionar provocan más humedad, más caricias, y sobre todo más gemidos. Cada noche, de pie ante su espejo, deja caer los tirantes de su camisón para ver cómo los movimientos de sus caderas agitan su carne, y con los pies bien separados, se folla con sus dedos agarrada a sus pechos, porque no puede hacer otra cosa cuando Paco pasa de largo, y la deja encendida como la luna que brilla sobre el mar frente a su ventana.

Él se siente cada vez más nervioso. Quedan apenas doscientos metros hasta la casa de María José y aún no ha encontrado una forma de decirle cómo la desea, de contarle la forma en que despierta su cuerpo cada vez que la ve en su ventana, con su camisón ciñendo sus formas de mujer, con su forma de mirarle como si hubiera algo que él no sabe y que ella no le dirá. Le contaría cómo llega a su casa con una erección incontrolable, porque no es solo fruto del cuerpo sino también de la mente, cómo se desnuda nada más entrar y cómo comienza a masturbarse antes de acabar de quitarse toda la ropa. Incluso, alguna noche sin luna, su erección era tan dolorosa y la imagen de María José en la ventana había llegado tan hondo en su cuerpo que había tenido que encontrar un lugar en la playa, recóndito, donde hacer caso a esa parte de él que ya no era suya, sino de ella. Recuerda cómo repartía las gotas pegajosas acumuladas en la punta, cómo cerraba los ojos, cómo intentaba evitar hacer el menor ruido, para no ser descubierto, y toda esa presión era demasiado para él y acabó derramándose sobre la arena o sobre el agua del mar entre convulsiones y jadeos. Pero no es ese el pensamiento que quiere tener en la cabeza cuando llegue a su casa, o será demasiado directo, estará demasiado excitado.

Ella lo ve aparecer a lo lejos. Siente el pequeño hormigueo que cada noche comienza a crecer. Tiene los dedos mojados en el vaho del vaso, y lleva una gota a su cuello, justo detrás de su oreja. Es un acto inconsciente, que a la vez le refresca y le da calor. Ojalá esta noche ocurra algo, haya alguna pista, se encienda alguna mecha, o acabará volviéndose loca. Mañana cambia todo en su vida, en la vida que tiene más allá de la puerta de esa habitación, y no sabe cuándo volverá a tener la ocasión de estar en esa ventana, esperando a Paco, deseando a Paco. Bebe un trago de su vaso. Sigue teniendo calor. Necesita que él se atreva a dar algún paso, o se sentirá bastante decepcionada. Se acerca, ya puede verlo claramente, y le está mirando. Vuelve a beber. Un gran trago. Demasiado grande. Una buena parte cae por sus mejillas, baja por su cuello, por su escote, y moja una buena parte del camisón. Siente cómo enfría su piel, cómo se desliza por sus pechos, cómo llega a mojar sus pezones, que se endurecen aún más y le hacen ser más consciente de lo duros que están bajo la ropa. No sabe si lo ha hecho a propósito. No quiere reconocerlo. Pero ya está hecho. Él ya está justo debajo de su ventana. Le está mirando. Ella le mira, apoyada en el alféizar.

Él lleva mirando hacia su ventana desde bastante lejos. La ha visto incluso antes de poderla ver, la ha encontrado recostada sobre el alféizar, relajada, bebiendo algo. Cuando se ha acercado ha pasado algo con su vaso y la mitad superior de su camisón ha acabado mojado y pegado a su cuerpo, pero ella no se ha inmutado, no se ha asustado ni intenta secarse. Cuando está justo enfrente de su ventana, sin decir palabra, puede observar a María José, frente a él, con una de las piernas flexionadas por la postura, y a contraluz, tal como se encuentra, puede vislumbrar la silueta interna de sus muslos. Le mira fijamente, sin decir nada, directamente a los ojos, desafiándola.

Ella le mantiene la mirada, desafiándole también a que haga lo que tenga que hacer o que salga de una vez de sus pensamientos y su piel. Pero no parece que él vaya a decir nada. Solo la mira, fijamente, y ella siente que la penetra, por los ojos, profundamente, y que es el principio de algo.

Paco, sin decir nada en absoluto, tiene en su mente la imagen de esa mujer, la de su camisón mojado, la de su silueta dibujada, y la de la mujer desnuda de la primera noche que la vio. Pierde la noción del tiempo, olvida lo que es correcto y se deja poseer por la necesidad que le corroe. La mira fijamente, como si la interrogara, lleva una mano a su cinturón, y comienza a desabrocharlo.

María José percibe cada vez más fuerte la penetración de su mirada y se da cuenta de lo que él va a hacer, en plena calle, frente a su ventana. Y se siente encender. Debería hacer algo para evitarlo, de hecho cree que él está esperando que ella lo evite, pero quiere que ocurra.

Y él abre sus pantalones, con parsimonia, como quien hace un ritual, y saca de ellos su pene, erecto, venoso, con la cabeza gorda, hinchada, morada por la presión, y lo mantiene en su mano, como si lo sopesara. No lo exhibe, no presume, aunque podría; simplemente muestra cómo es, se da a conocer. Con dos dedos hace un anillo que rodea su tronco y empieza a moverlo, a lo largo de su pene, muy lentamente, tirando de la piel que recubre su glande, hacia atrás y hacia delante.

Ella siente que por fin ha ocurrido algo; siente que lo que ocurre, a pesar de escandaloso, es lo que debía ocurrir; siente que su deseo toma posesión de su cuerpo, y desliza sus manos por encima de su camisón, marcando las formas de sus caderas. Mantiene las piernas separadas y pellizca la tela finísima de su camisón. Comienza a tirar suavemente de ella para que el borde vaya subiendo, mostrando primero las rodillas, luego los muslos, sin parar de subir. Quisiera tener esa polla unos metros más cerca, justo esos metros que les separan. Quisiera que estuviera ahora en contacto con su coño, y levantar la barrera de tela es como si eliminar parte de esa distancia, como si le fuera un poco más fácil entrar.

Él comienza a masajear su pene con el puño cerrado, tan lentamente como antes. A lo largo del tronco se provoca un tipo de sensación, y al presionar su glande es otra distinta. Es como un helado de dos sabores. Cuando ve que ella sube su camisón comienza a acelerar el ritmo, poco a poco; y cuando, por fin, llega a tenerlo por encima de sus caderas y puede ver sus labios oscuros la masturbación empieza a ser real, a un ritmo rápido, aunque aún no definitivo.

Ella ha puesto ya su coño a la vista de ese hombre que se masturba para ella. Está tan dedicada a excitarle y a mostrarle lo que tiene que apenas piensa en lo excitada que está, hasta que un soplo de brisa de la noche le recorre toda la piel desnuda que antes no lo estaba, y se da cuenta de cuánto necesita una caricia. Sin dejar de mirarle a los ojos lleva una mano a su entrepierna, acariciando toda la humedad que acumula, separando pliegues, buscando formas, encontrando bultos que al presionar provocan más humedad, más caricias, y sobre todo más gemidos, igual que hace cada noche frente al espejo pensando en el hombre que ahora se masturba para ella, sin decir palabra, sin dejar de mirarla. Como cada noche deja caer los finísimos tirantes de su camisón y sus pechos hacen el resto para salir al aire. Los movimientos de su cadera buscando el placer en sus manos se proyectan en ellos y comienzan a bailar a la vista de Paco.

Él quisiera que eso durara eternamente, pero no puede evitar volverse loco con esa imagen magnífica, de esa mujer masturbándose con él, para él, mientras él hace lo mismo con ella, para ella. Intenta acoplar su ritmo al de las manos de María José, para compartir aún más esa masturbación, pero ella comienza a gemir, fuerte, para que él le oiga, y siente que pierde el control. Deja que sea su cuerpo el que tome posesión de esa paja y se folla la mano a caderazos en el aire, intensos, sincopados.  Hasta que de la punta de su polla saltan varios chorreones consecutivos de semen que cortan el aire de la noche, flotan unos instantes y caen sobre unos claveles en una de las macetas en el jardín de la casa, mientras convulsiona y se agita y se corre y dice en el silencio de la noche “¡María José! ¡María José!”. 

Ella no puede dejar de sentir esas últimas embestidas como si se produjeran dentro de ella, y mete algunos dedos en su coño, profundamente. Empuja allí dentro, entre toda la humedad y el calor, y se penetra sin miedo y sin freno, y se corre, también, a caderazos en el aire, que Paco puede ver perfectamente desde donde está. Resopla, y luego sonríe y se relaja, y se lame los dedos que ha tenido dentro, con mucha parsimonia, para que Paco le vea hacerlo. Y con dulzura, ahora que ya sabe que se ha pasado una línea que quería que se pasara, le lanza un beso mientras susurra “besos”, da media vuelta y se mete en la casa.

Paco ve que María José recompone su camisón, le lanza un beso que llega a sentir en su mejilla, le oye susurrarle una preciosa palabra, desaparece en su habitación y se queda mirando la ventana hasta que se apaga la luz. Está sorprendido e incluso algo asustado de lo que ha llegado a hacer, pero aún está más sorprendido de la reacción de esa mujer que ha compartido su locura y su momento. En la maceta con claveles frente a él gotean los rastros evidentes de que no ha sido un sueño, de que no ha sido una fantasía. Por fin ha pasado la línea, y a ese lado se está mejor, pero quiere más. Mañana, a la misma hora, en el mismo lugar.

El día siguiente de María José, a pesar de todas las cosas que tiene que hacer, a pesar de toda la gente que tiene alrededor, transcurre recordando una y otra vez la situación de la ventana. Había deseado tanto que ocurriera algo así que se siente plena, satisfecha y orgullosa, y a la vez sorprendida de haber llegado a compartir un momento tan fuera de lugar, tan peligroso, tan escandaloso. La imagen suprema del momento en que el pene de Paco, magnífico, duro, venoso, se convulsiona y comienza a eyacular para ella, a apenas cinco metros de su cuerpo, sigue haciéndola palpitar y humedeciendo su ropa interior. Con algo así en la cabeza puede enfrentarse a todo y a todos, puede afrontar lo que sea, en ese mundo real, fuera de su habitación. Y lo que tiene que afrontar hoy necesita de todo el apoyo que pueda recibir.

El día de Paco, también, es un día repleto de buenas sensaciones, de imágenes evocadas una y otra vez, de esperanzas y de anhelos. Su cuerpo vibra cada vez que recuerda la imagen de María José, medio desnuda, masturbándose para que él la viera, para compartir el momento en que él se estaba masturbando. Sigue impresionado por la locura que vivieron juntos, por la excitación, por la intimidad compartida, sin una sola palabra más que la susurrada por sus labios, “besos”, al despedirse. Y no fue necesario más. La erección de Paco es perpetua. Le encanta sentirse así. Es como tener una puerta abierta en su interior por la que entra un aire más cálido que le recorre por dentro. Su trabajo en el restaurante es intenso pero está de muy buen humor, y no le importa tener que preparar el catering de una fiesta para alguna de las personas más importantes de la comarca. Hace poco que llegó al pueblo y le servirá para darse a conocer. Todo parece que comienza a ir bien. Por fin.

Ella ha preparado las maletas. Cada prenda íntima, cada pieza de ropa interior, y sobre todo, cada camisón, han sido elegidos a conciencia, para la posibilidad, únicamente presente en su imaginación, de que algún cruce del destino le permita exhibirla frente a Paco. En su mente, alguna de ellas ha sido arrancada de su cuerpo de un tirón, o ha sido arrastrada fuera de su cuerpo con los dientes, o más cosas que se atreve a imaginar, solo a imaginar. Deja su equipaje junto al de su marido y el de los niños en la entrada de su casa, para que venga el chófer a llevárselo a casa de sus suegros. Es la fiesta anual de la familia Dileto, la propietaria de la famosa franquicia de cafeterías y de la marca de capuchinos, y va a pasar unos días en su casa de campo. Por eso anoche sentía que necesitaba que ocurriese algo que poder recordar allí, rodeada de gente que no le gusta. Necesitaba romper las reglas, quitarse las cadenas que le oprimen y sentirse desnuda y libre, más allá de la simple desnudez física. Lo de anoche le sirvió de tanto que no sabría cómo agradecérselo a Paco. Bueno, sí sabría cómo, y va a tener unos días para inventarse algunas formas más.

Él canturrea entre los fogones de la cocina de los Montaditos Olesco, su nuevo restaurante, mientras prepara la comida que servirá en la fiesta de la familia Dileto, su principal competidora en la zona, como forma de firmar las paces. Prepara las salsas entre sonrisas y baila en el pasillo entre las neveras. No ve la manera de que se haga la hora de volver a casa, por su camino especial, para ver a María José, su cuerpo, su camisón, y repetir o mejorar lo que ocurrió anoche. Está tan despejado que la mañana pasa rápido y la tarde aún más, y cuando es hora de marcharse compra una flor de uno de los quioscos frente a su local para dárselo a María José.

Ella sonríe casi imperceptiblemente en el asiento de atrás del cochazo en el que le llevan a la casa de sus suegros. Solo dormirá allí, irá cada día a trabajar a su oficina y volverá por la tarde, pero los días pasarán más rápidamente, ahora que su otra realidad, la verdadera realidad, la que le envuelve cuando se encierra en esa habitación que da a la playa, ha adquirido tanto peso, tanta importancia para ella. 

Justo en ese momento se da cuenta. Esta noche él pasará y ella no estará. Y se le cae el mundo encima.

Los adoquines se deslizan veloces bajo los pies de Paco, que camina rápido y nervioso, porque no sabe qué puede pasar hoy, cuando llegue a su ventana. Fantasea por el camino con abrazos, con besos, con caricias, con suspiros que ya conoce, porque los escuchó anoche, y todo lo rápido que vaya no es suficientemente rápido. Su cuerpo está encendido y listo, para lo que pueda ocurrir. Ya queda poco para llegar. Está viendo de lejos la ventana. Debería estar viendo la luz, pero no hay resplandor. Se acerca más, rápidamente. Algo ocurre. Algo falla. No hay luz, no hay silueta. Cuando llega delante de la ventana tiene que aceptar lo que está viendo. No son sus ojos quienes le engañan, la ventana está cerrada. No hay nadie. Pasea la vista por la fachada de piedra antigua, por la enredadera, por la celosía, por el jardín. Incluso la maceta de claveles que recibió su esperma anoche ya no está. Observa la rosa que traía en la mano, ahora tan inútil, y piensa lo peor. Piensa que quizá ayer traspasó una línea, quizá rompió alguna regla, quizá fue demasiado lejos. Toma el papel de regalo en el que viene envuelta la rosa y coge uno de los bolígrafos que lleva siempre en el bolsillo, piensa muy bien lo que debe decir, y escribe:

“Espero que todo esté bien y que no haya habido ningún problema. Si en algún aspecto he causado alguna incomodidad, mi más sincera disculpa. Pero siento que no lo hice, ni me arrepiento de nada. Besos. Paco”.

Deja el papel doblado en el hueco de la maceta de los claveles, y se marcha, cabizbajo, pensando en lo bonito que era el día que imaginaba y lo oscuro que se ha vuelto por culpa de la realidad.

María José sale un momento antes de su despacho a la hora de comer. Luce un sol espléndido en la calle junto a su casa, la paralela a la playa, y se acerca rápido a la ventana, a su ventana. Desde ahí puede ver el mundo como lo vio Paco, dos noches atrás. Se imagina a ella misma masturbándose en ese balcón, con su camisón blanco, se imagina siendo Paco derramándose sobre los claveles, en el suelo, y se imagina… ¿Qué es eso? Hay un papel en el suelo, doblado. Lo recoge. Un texto escrito a mano con letras ágiles, respetuoso y sincero. Toma su pluma y escribe, justo debajo:

“Nada más lejos, Paco. Me diste luz y calor con tu visita el otro día. Te lo agradezco mucho. Pasaré unos días sin poder estar aquí, pero te aseguro que desearía estarlo. Volveré pronto. Besos, María José”

Pone un beso sobre el papel que deja una sombra rojiza con la forma de sus labios, lo dobla, de una forma diferente, y lo esconde en el hueco donde estaba. Vuelve corriendo a sus obligaciones, ahora que sabe que él no dudará de ella, si lee su mensaje. Hace fuerza con todo su cuerpo para que los días pasen rápido.

La noche siguiente, tras un día horrible, Paco vuelve arrastrando los pies por su camino de cada noche. Las cosas han estado teñidas de desesperanza por la falta de noticias de María José, y siente algo de reparo por pasar otra vez por delante de su casa. Pero sabe que debe insistir. Si hoy no está, si hoy no tiene noticias, no volverá a pasar. Camina lentamente, pensativo. A lo lejos ve que la ventana está cerrada. No hay ninguna luz, no hay ninguna silueta. Camina más y llega frente a su casa. El papel sigue ahí, donde lo dejó, pero algo ha cambiado. Se acerca a por él, lo desdobla, y encuentra las dulces letras de María José formando un mensaje tan esperanzador que tiene que contener un grito. Deposita los labios sobre la sombra de los de ella, su erección salta dentro de sus pantalones y coge el bolígrafo de nuevo. Sus palabras amables apenas condensan su emoción, pero teme dejar escrito un mensaje más comprometido, más provocativo. Ya habrá tiempo.

Pasan los días. Cada noche Paco deja unas palabras dulces, amables, generosas o incluso sexys en papeles improvisados, y cada mediodía María José se las ingenia para salir a la hora de comer, a dejarle un mensaje esperanzado y esperanzador, que deje claro qué va a hacerle y qué va a ocurrir entre ellos dos. Y como siempre, cada uno de los mensajes, despedidos con la palabra que ella susurró la última noche que se vieron, “Besos”, su clave secreta.

Hasta que un día Paco vuelve a su casa como cada noche por el paseo paralelo a la playa. Cuando está cerca de la ventana de María José observa algo extraño. Hay algo que brilla a la luz de la luna y que ondea al viento. Paco se acerca, sorprendido al principio y esperanzado después. Cuando está suficientemente cerca comienza a entender, y entonces corre para llegar a la ventana de María José. Lo que ondea, lo que refleja la luz de la luna, es el camisón, blanco, finísimo, que ella hace ondear sacando el brazo por los barrotes de su ventana y, desnuda, espera que Paco llegue hasta allí. Cuando está suficientemente cerca, cuando está segura de que lo ha visto ondear, suelta el camisón y sale volando por la calle, vuela unos metros y cae en la acera. Paco echa a correr para recogerlo.

De frente a la fachada se lleva el camisón a su nariz y huele el olor a mujer. Luego, observa la casa. Ella, desnuda tras los barrotes, y alrededor de ellos la celosía, la piedra antigua, y la enredadera desde la acera hasta el balcón, o, mejor dicho, cornisa. La luz de la habitación recorta la figura temblorosa de la mujer y puede observar sus formas; esa imagen actúa como una llamada que lo lanza a trepar por la enredadera, sin miedo a la altura, sin preocuparse más que en colocar los pies en lugar seguro para llegar al balcón, entre las macetas. Una de ellas es la de los claveles sobre la que dejó sus restos la otra noche. Ella la ha apartado de la calle, la ha guardado y la tiene en un lugar privilegiado.

Ella, desnuda y deseosa, le ve trepar como un animal, como el animal que ella desea que sea, y apenas puede esperar a que llegue a la ventana. Saca los brazos entre los huecos de la reja, le coge por el cuello, lo atrae hacia sí y le besa, profundamente, tan profundamente como le ha deseado, y él aplasta su cuerpo sobre los barrotes, duros, fríos.

Mientras le besa, con un barrote en cada hombro, lleva las manos a su cuerpo, desnudo, caliente, y comienza a acariciar su cintura, sus caderas, sus costillas, sus pechos. Sin dejar de besarla separa sus dedos como una estrella de mar y coloca sus manos como los radios de la circunferencia de cada uno de los pechos, y los comprime como si quisiera escurrirlos, primero suavemente, luego incrementando la presión. En la palma de sus manos siente la turgencia de sus pezones tomar presencia, y los aplasta un poquito. Ella libera un gemido que se pierde dentro de la boca de él, y comienza a acariciarlos con las palmas de sus manos, aún a la distancia de los barrotes, tan lejos pero tan cerca.

Ella comienza a sentir que su cuerpo se enciende mucho más de lo que estaba, porque ahora son caricias reales las que siente, no caricias imaginadas. Necesita comprobar que la polla que vio días atrás sigue estando donde la vio, y comienza a bajar los pantalones de Paco, entre los barrotes, soltando primero el cinturón, luego un botón y luego los otros. Y se siente acelerada porque lleva demasiados días esperando que llegue este momento, porque necesita que avance, porque necesita sentir a ese hombre dentro de ella, y porque las caricias que recibe son exactamente las que le hacen sentirse humedecer.

Él acerca su pelvis para que ella le desabroche los pantalones, mientras disfruta del contacto de su piel. Le encanta tocarla, le encanta pasarse largos ratos acariciando y besando los pechos adecuados, y deja caer sus rodillas hasta tener la cabeza sobre ellos. Con sus brazos entre los barrotes la coge por las nalgas, la atrae hacia sí y comienza a besar, lamer, morder y chupar sus pezones y el resto de su piel, encerrados entre los dos largos cilindros de metal.

Ella adelanta un muslo para acariciar sus bóxer, justo sobre el bulto de la erección máxima que cubren, para amasar con su rodilla la polla oculta, haciendo que ruede como un rodillo, volviéndolo loco, aprisionándolo contra su cuerpo y masturbándolo de esta manera. Puede sentir perfectamente la forma de su glande y de sus venas. Los recuerda perfectamente de lo que ocurrió hace unos días, pero quiere volver a verlos y mete una mano bajo la pieza de ropa para sacarlo a la vista.

Paco siente que las cosas ya van en serio. Ella está acariciándole la polla tal como imaginó miles de veces, tal como hubiera querido que hiciera días atrás, y sin darse cuenta cómo lo ha hecho él le devuelve la caricia, sin mirar. Mientras tiene la cabeza en su pecho desliza sus dedos en su entrepierna y empieza a buscar. Lo primero que encuentra es humedad sobre pliegues suaves y sensibles que se dedica a separar lentamente, como si buscara algo que realmente no está pero que busca. Sabe muy bien lo que tiene que encontrar y ella sabe que lo sabe. Jadean uno contra el otro, volcados contra los barrotes, lanzándose lametazos y mordiscos y abrazos y caricias que los aplastan más contra el metal. Y entonces ella se deja caer, hasta estar arrodillada, coge su polla con ambas manos y acerca su cara.

Él se queda inmóvil. Está tan caliente que el mero roce de su boca puede hacer que todo termine de repente, pero ella sabe hacerlo muy bien. Deja primero que su saliva refresque la zona y luego usa las manos para preparar su polla, grande, abotagada, con la cabeza henchida y dura como los barrotes; le da un par de vaivenes y hace que sea su lengua quien tome contacto con ella. Un suave lengüetazo que se lleva todos sus jugos ya segregados y que saben tan fuerte que la catapultan un paso más en su calentura. La deja entrar en su boca, muy profundo, sabe hacerlo; deja que llegue hasta su garganta, y comienza una serie de movimientos con la única intención de lanzar a Paco a niveles de excitación y placer similares al suyo, si eso es posible. A juzgar por los jadeos que está lanzando, va por buen camino.

Pero Paco sabe que por ese camino se derramará en cuestión de segundos, y lleva demasiados días esperando esto para que acabe tan pronto. Así que se retira de su boca, siente cómo la brisa de la noche de verano refresca su polla al evaporar la saliva de María José, y le pide que se levante, mientras él se agacha. Ella pega su pelvis a los barrotes y él intenta llegar con su boca, pero en este caso la anchura de los barrotes es excesiva. Lo vuelve a intentar, acariciándola, pero apenas puede llegar a lamer algunos vellos púbicos. Entonces ella tiene una gran idea: se da la vuelta, pega sus nalgas a la reja, y se agacha. Ante la cara de Paco tiene los labios aprisionados del coño de María José, lubricados, hinchados y deseosos de caricias con su lengua, primero, y con su polla, después. Así que no tarda nada en hacerle una pasada ascendente, aplanando sus labios, por encima del clítoris, de la entrada de su vagina, de todo, como un helado, un helado de coño, y repite la pasada varias veces.

Ella, agachada con el culo contra dos barrotes y agarrándose de otros dos, siente todo lo que hace sin verlo, y nota cómo su lengua va buscando entre sus pliegues, cómo acaricia su clítoris, cómo se acerca a la entrada de su vagina, cómo vuelve al clítoris. Entonces nota cómo unos labios lo absorben, lo llevan dentro de su boca, y ella comienza a sentirse flotar, a contraerse, porque él está chupando sin piedad, sin ninguna intención de frenarse. Y cuando uno de sus dedos entra en su coño y otro acaricia la entrada de su culo no lo puede evitar, lanza una pequeña serie de caderazos contra los barrotes en los que está apoyada, y se corre con gritos guturales, deformados por la postura. Antes de que sus contracciones paren, oye cómo él le dice desde detrás:

-         Y ahora te voy a follar, porque es lo que llevo deseando desde el primer día.

Y siente cómo su polla se va deslizando dentro de su coño, sin ningún esfuerzo, hasta dentro, despacio pero firmemente, siente cómo su carne se va abriendo y adaptando a la forma de su polla, y también siente cómo sus manos, como garras, le agarran de la cintura y manosean sus nalgas.

Paco incide con su polla dentro de su coño, y ella se yergue hasta pegar la espalda a los barrotes. Levanta las manos, se agarra bien arriba, y se deja colgar. Apenas queda espacio para que llegue a entrar en ella, pero la presión que ejercen en esa postura las paredes de su vagina sobre su glande es magnífica, y el ángulo en el que él está entrando y saliendo está haciéndole percutir en lugares muy placenteros. Ella oscila, colgada de sus brazos, sensual, lujuriosa. Quizá será por la postura, o quizá porque se le ha reactivado el orgasmo que acaba de tener, pero no tarda mucho en lanzar de nuevo sus caderas contra los barrotes, con violencia, y se folla a caderazos la polla de Paco, que está más grande que nunca. Cuando por fin pasa todo, cuando se relaja, cuando cesan los gemidos y baja el ritmo de su respiración, él recupera el camisón. Estaba hecho una bola de tela en el suelo, junto a ellos dos. Se envuelve con él su pene mojado por los jugos de la corrida de María José y agarra el bulto resultante. Se masturba mientras mira cómo ella se mueve para él, cómo se acuclilla, cómo le enseña su coño, dilatado, mojado, cómo se agarra sus pechos para él; y primero un espasmo y luego otro y luego otro más hacen convulsionar su cuerpo y su alma y se corre sobre el camisón, dentro del burruño que ha hecho para envolver su miembro, y deja ahí su olor, su esencia, su placer. Siempre, siempre, olerá a la polla de Paco, pero también al orgasmo que María José tuvo con ella dentro.

Cuando todo pasa se besan, de un modo largo, intenso, tierno, dulce, y, sin decir palabra, ella toma su camisón, lo prepara en sus manos, levanta sus brazos y lo deja caer para que se coloque en su cuerpo. Las manchas húmedas de los rastros de semen se extienden por todo el camisón y forman dibujos y figuras que siempre quedarán grabados en las retinas de Paco. Ella da unos pasos hacia el interior de la habitación, apaga la luz, y Paco solo puede oír sus pasos en la oscuridad alejándose.

A partir de esa noche, a la hora acostumbrada, cuando Paco pasa por delante de la ventana de María José ya no encuentra la ventana abierta ni iluminada, sino una pequeña puerta, en la planta baja, entornada y en penumbra.



(Texto concebido y escrito con la intestimable colaboración de Malkia.)