Hace tiempo que no escribo ningún post y me limito a enlazar
en Facebook y Twitter los relatos que más éxito han ido teniendo en el tiempo.
El motivo mide 1,71, tiene los ojos azules, es lista como un demonio sexy y es
un verdadero bombón que no sé que rayos ha visto en mí pero me tiene sorbido el
seso y el tiempo. Y sí, lo estáis pensando y yo lo digo, me tiene sorbidas más
cosas.
Ella ha descubierto no hace mucho mis relatos y todo lo que
hay detrás. Es decir, ha conocido a Drawneer. No quise contárselo nada más
conocerla, pero ya sabía de mi capacidad para escribir y, sobre todo, lo cursi y
lo parlanchín que me vuelvo cuando me excito, así que era algo inevitable. Hace unas
semanas le envié un enlace a mi blog y a mi perfil de Twitter, flipó mucho pero se lo pasó bastante bien leyéndome a solas. Disfrutó más de mi forma de
contar las cosas que a un nivel sexual, pero intuía el potencial. Tanto que el
siguiente paso fue hacer largas sesiones en las que yo le leía mis textos, con poca
luz, y en voz bastante bajita, por no decir susurrándole. La forma de disfrutar
de los textos cambiaba mucho. Mucho. De verdad, tenéis que probarlo.
El
hecho de que blogs como el mío no se limiten a decir guarradas y que sea algo
mucho más literario la sorprendió, igual que conocer a algunas de las personas con las
que he ido teniendo contacto, que comparten su sexualidad de forma totalmente
abierta y libre. Lo que en un primer vistazo para ella era una cosa de “esos
tíos y esas tías de Internet” acabó despertando por completo su curiosidad, y ha
llegado a manifestar admiración por alguna de ellas en concreto. Quería saber
qué se sentía al otro lado de la pantalla, qué significaba saber que tus
momentos de placer y de intimidad estaban siendo observados por desconocidos, cómo era
compartir tus propias experiencias.
Por supuesto, su curiosidad no era tan grande como para
comprarse una cámara y posar conmigo mientras hacíamos el amor, ni fotografiarse
frente a un espejo o en actitudes íntimas. El primer paso siempre ha de
ser pequeño, para asegurar el camino. Por eso su primer paso cortito pero firme fue pedirme
que escribiera este relato. Y en eso estoy. Os voy a contar la primera vez que
ella y yo estuvimos juntos. Lo hago por ella y espero que le guste. Y también a
ti.
Hacía bastante tiempo que habíamos establecido contacto. Por
razones de trabajo tuve que pasar por su despacho bastantes veces y encontramos una
excusa para intercambiar números de teléfono. A partir de ahí, durante semanas
usábamos el whatsapp como arma arrojadiza para provocarnos, de la forma más
carnal posible, pero siempre, siempre, con el ingenio como catalizador. Sin
pasar ninguna línea que no se pudiera pasar, pero lanzándonos lazos que ninguno
de los dos intentaba esquivar. Nos contamos intimidades, gustos, placeres,
primeras veces, anécdotas… Si uno contaba lo mucho que le dolía la espalda, el
otro describía de forma pormenorizada el masaje que le aplicaría si tuviera
ocasión. Un día, sábado por la noche, ella estaba sola en su casa bebiendo
cubatas (“el ron con cola me pone cachonda”, no paraba de repetir) y yo, en casa
de un amigo, a varios kilómetros. Mantuvimos durante horas una conversación en la que ella me
dejó claro los efectos de dicho brebaje, con pelos y señales. Y yo, como
imaginaréis, no me quedé corto en las cosas que le fui escribiendo con el
maldito teclado táctil de mi móvil. Lo pasé fatal, sin poder esconderme
en ninguna habitación para llamarla y decirle al oído las cosas que quería
decirle, sólo podía deslizar mis yemas por la superficie de mi
smartphone, cuando era ella la superficie por la que
quería pasar mis yemas sin que hicieran predicciones de dónde iba a pulsar.
Finalmente conseguí decirle las palabras adecuadas para que su cuerpo digiriera
como debía los tres cubatas que se había bebido, tres veces, todos bajo las
atentas descripciones de mis dedos en su whatsapp. Podéis imaginaros cómo
estaba la mitad de mi cuerpo que escondía el mantel de la mesa en la que
estábamos cenando. Cuando llegué a casa, horas después, ella debía de estar
dormida pero para mí estaba muy despierta, porque tenía la memoria tan
encendida que era como estar manteniendo esa conversación de nuevo, y cuando
cerraba los ojos volvían las imágenes que me había ido describiendo con sus
dedos borrachos y cachondos que, ellos sí, habían tocado lo que yo deseaba
tanto. Pocas veces he gemido al masturbarme como lo hice esa noche al volver a
casa.
Días después, un viernes antes de un puente, ella tenía que
comer en mi diudad y no sabía dónde, y me lancé a acoplarme para
llevarla a un buen restaurante. “Pero solo comer, ¿eh?”, me dijo, para pararme los pies. Los
dos sabíamos que antes o después acabaríamos destruyendo esa tensión sexual no
resuelta a base de golpes de cadera compenetrados, solo había que encontrar la
situación adecuada, y a mí esa me lo había parecido, pero sus palabras eran firmes. Sin embargo, eso no suponía un problema. Comer con ella ya sería un placer en sí mismo, cualquier otra cosa que ocurriera sería un placer adicional. Así que la llevé a un restaurante tranquilo.
Hacía tiempo, por razones que no vienen al caso, que no
tenía una cita con una mujer, una cita con todas las letras. Estuvimos comiendo
despacito y hablando bajito durante más de dos horas, con alguna copa de buen
vino y una grandísima conversación que no recordó en ningún momento que
teníamos algo pendiente, aunque a los dos nos rondara por la cabeza. La charla era
amena y la comida apetitosa, estábamos bien, a gusto. Incluso salió
alguna referencia al masaje que yo le había prometido, porque estaba cansada de
trabajar y le dolía el cuello, pero fue muy inocente. Cuando
salimos ella insistió en que se iba hacia la estación del tren, para irse a su
ciudad, y me dispuse a acompañarla, porque mi casa estaba de camino. Paseábamos muy cerca
uno del otro. Ella no paraba de girarse a mirarme para escucharme y yo no
dejaba de contarle cosas divertidas, porque me encantaba hacerla reír, y me
encantaba ella. Me encanta ella.
Cuando llegamos a mi portal le expliqué cómo
llegar a la estación de tren, a dos manzanas, y le dije:
– Bueno, esta es tu casa. Aquí
puedes pedir lo que quieras. Incluso ese masaje que necesitas.
Cuando quieras, ya sabes dónde es.
Yo abrí la puerta, para entrar, contando con que ella se
marcharía hacia la estación, pero parada frente a la puerta, con su sonrisa de
niña pícara y las mejillas algo sonrosadas, me dijo:
– ¿Es que no me vas a enseñar tu
casa?
– Por supuesto – me apresuré a decir
–, sube y te la enseño.
Me di cuenta de que el doble sentido era muy poco afortunado, pero
había sido totalmente involuntario e intentar arreglarlo iba a ser peor, así
que no le di importancia y entramos en el ascensor. El aire entre nosotros podía masticarse, podía morderse, lamerse, tocarse, magrearse y muchas cosas más,
pero los dos hacíamos como si fuese lo más normal del mundo que esa mujer
maravillosa viniese de visita de cortesía a mi casa, como si no importasen las
semanas de mensajes calientes, de insinuaciones, de proposiciones, de
intimidades y de tantas cosas que había entre los dos. Le enseñé la casa,
habitación a habitación, como los buenos anfitriones, carraspeando de vez en cuando, pero cuando estábamos en la
cocina sonó su móvil. Durante unos diez minutos estuvo quedando con un señor,
desconocido para mí, al que vería ese fin de semana, y, mientras yo disimulaba
en otra sala haciendo como si arreglaba cosas de la casa, supuse que esa llamada anulaba
todas las posibilidades de que pasara nada de lo que yo deseaba.
Terminó de hablar y se quitó el abrigo. Lo colgó en una
silla y se sentó en mi sofá. Giró el cuello un par de veces, como si quisiera
hacerlo crujir, y dijo:
– Es el momento de que me des ese
masaje que me debes.
Me senté a su lado mientras ella me daba su espalda. Pude
acariciar su pelo sedoso y rubio para apartarlo de sus hombros, mientras
carraspeaba otra vez, y ella se quitó el suéter. Debajo llevaba una especie
de camiseta térmica negra, muy
ceñida pero no específicamente provocativa. Yo estaba tocando su cuerpo por primera
vez, por encima de la tela y, en efecto, tenía el cuello tenso, muy duro. El
masaje le hacía mucha falta.
Se hizo un silencio denso y caliente. Yo hurgaba entre las
tiras de sus músculos con su culo pegado a la parte exterior de mi muslo. Podía percibir su respiración con mis manos y oía cómo aprobaba mis
movimientos con algún suspiro y, algunas veces, un ligero “ujummm” que me iba
indicando dónde acertaba y dónde necesitaba mis dedos. Pronto me di cuenta de que
no sería suficiente un masaje solo de hombros y tendría que abrir el sofá. Es uno de estos que son un colchón doblado por la mitad, así que en un
movimiento rápido lo desdoblé y ella se tumbó sobre la cama en que lo había convertido, sin obstáculos. Se quitó los zapatos y puso un pie en cada punta
del colchón, con lo que sus piernas, pese a estar tumbada boca abajo, estaban
bastante separadas. Dejó caer sus manos junto a sus caderas y la cara hacia la pared, y yo
me arrodillé a su lado, para seguir con mi masaje, espalda abajo. Comprobé sus vértebras, una a una, mientras sus “ujummm” eran más
frecuentes, y cuando le preguntaba si estaba bien, si el masaje iba bien, si se
sentía bien, ella se limitaba a morderse el labio inferior, muy lentamente,
solo para que yo le viera hacerlo.
– No te duermas, ¿eh? – le dije.
– Tranquilo, que no puedo dormirme
si alguien me está tocando.
Seguí masajeando su espalda. Cuando llegaba a sus caderas
pasaba mis palmas abiertas sobre las dos mitades, las estrujaba
hacia arriba y volvía a bajar, vértebra a vértebra. Llegaba muy, muy
abajo cada vez, y, como si no me diese cuenta, agachaba mucho los codos y mi propio avance
hacía que mis antebrazos aplastaran también sus nalgas, embutidas en unos
pantalones de vestir que siempre me habían vuelto loco. De hecho, lo que me
volvía loco era el culo que llevaban dentro.
Pasó un buen rato y ya no tenía sentido seguir con su
espalda, pero no quería que eso acabara así. Continué con sus brazos, primero el derecho, el que tenía más cerca, y luego el izquierdo; hacía ondear sus músculos como una masa de harina; brazo,
antebrazo, muñeca, palma de la mano, dorso, dedos y falanges; muy
despacio, muy intenso. El contacto era perpetuo y ella seguía con sus “ujummm”.
Luego pasé a sus pies. En un momento en que me movía sobre el
colchón, con ella tumbada e inmóvil, me pareció encontrarme con su
mano, que se movía para cogerme de un muslo, pero no estoy seguro de que fuera
así y el brazo volvió a reposar sobre el sofá. En los pies hice los mismos
movimientos que en los dedos y las palmas, excepto que ahora seguía piernas arriba,
agitando los músculos, zarandeando la carne, magreando. Para mí era una
verdadera delicia tener un cuerpo tan hermoso de una mujer así rendido a mis
manos sin ningún tipo de prisa. Pero si seguía subiendo por sus muslos, más allá de las rodillas, me
metería en un berenjenal al que nadie me había invitado, al menos de momento. Se
suponía que esto era solo un masaje.
Con la excusa de que le iba a seguir por su cabeza me senté sobre el colchón, apoyado contra la pared, y le pedí
que se sentara de espaldas a mí.
– ¿Estás seguro? – me preguntó.
Efectivamente, los dos sabíamos que esa era una excusa para aproximarnos más,
la puerta que había que cruzar. Y se recostó sobre mí, sin esperar mi respuesta.
Acariciaba muy despacio, muy suave. Su sien, su frente, su cráneo. Luego seguía por los lados de su cuello, más suave aún, y bajaba
un poco por delante de sus clavículas, pero no avanzaba demasiado, no pasaba
ninguna línea. Ella estaba muy cerca de mí y, sí, ahora ya se movía. Sentía su
culo, su magnífico culo, encerrado entre mis muslos, y sus dos nalgas acoplaban
exactamente a ambos lados de mi erección. Como si lo hubiera hecho adrede. Seguro que ella la estaba notando. Avanzaba con las yemas de mis dedos por su
escote, un poco más, pero no llegaba al inicio de sus pechos, y retrocedía; ella comenzaba a cambiar sus “ujummm” de aprobación por los de queja. Cuando ya no podía seguir tocando sus clavículas sin hacer que mis dedos
fueran demasiado lejos bajé mis manos a su cintura y comencé a amasar su tripa,
recorriendo la forma de los abdominales, que se noten o no están ahí, son
músculos y agradecen las caricias. Ella, a estas alturas, ya se agitaba entre mis muslos, con su espalda apoyada contra mi pecho; no podía parar de moverse, de pedir sin decir nada. Mis
movimientos iban en líneas descendentes que se iniciaban bajo sus costillas, a
los lados, pasaban sobre su estómago y bajaban para juntarse por debajo de su
ombligo, presionando hacia abajo, pero sin ir más lejos. Ella levantó una mano, la pasó por detrás de mi cabeza y se giró a mirarme, con su cara a escasos centímetros de la mía,
hasta le pregunté:
– ¿Qué te pasa?
– Lo mismo que a ti – me susurró,
con su voz rota por las sensaciones que le estaba provocando.
Entonces supe que había llegado el momento que los dos esperábamos. Sin dejar de masajear su
vientre busqué su boca en la penumbra de mi salón y me recibió con sus dientes,
su lengua y sus labios totalmente listos para besarme hasta arrancarme el
aliento. Nos besamos mientras se agarraba a mi cabeza, con su culo contra mi
polla, y yo la abrazaba con un brazo mientras con la otra mano ascendía para
buscar sus pechos. Ya no masajeaba para liberar músculos; lo que hacía era magrear, primero con la suavidad con que agarras por primera vez los pechos de
una mujer, luego subí la intensidad a medida que su gesto me lo indicó, hasta que la ropa y, sobre todo, el sujetador, impedía
que surtiera todo el efecto previsto. Lo mejor era
quitársela.
Una de las mujeres más inteligentes y sexys
que he conocido en mi vida, agarrada a mi cabeza, besándome, de espaldas a mí,
restregando su culo contra mi paquete y semidesnuda de cintura para arriba. No
tenía suficientes manos para tocar todo lo que me apetecía tocar, así que la
apoyé en el colchón. Comencé a besar sus pezones, rosaditos, dulces, cálidos,
mientras ella desabrochaba sus pantalones y mi camisa. Me sorprendió
acariciándome los pectorales bajo la ropa, manoseando mis músculos. Recuerdo
que eso me encendió muchísimo. En un minuto estábamos los dos en ropa interior,
con mi polla marcando un bulto importante en mis boxers, y con sus braguitas
separando sus labios de las travesuras que mis dedos estaban haciendo por
encima de ellas. Tenía recorrida todas sus formas por encima del
encaje, como si no tuviera la menor prisa, mientras seguía lamiendo y
jugueteando con sus pezones, provocando que su respiración se sincopase, hasta
que cogió suficiente aire y me dijo:
-
¿Es que no vas a quitarme las
bragas?
Y claro, yo se las quité. Me daba algo de pena separarme del
valle entre sus pechos, tan fragante, tan cálido, pero el valle al que me
disponía a ir era mucho mejor. Arrodillado en el suelo separé sus muslos y
comencé a recorrer sus labios primero con los dedos, luego con la lengua, luego
otra vez con los dedos, y finalmente con ambas cosas, hasta que fui dejando
entrar uno de ellos en su vagina. Lo más que ella podía decir era algún “ujummm”, pero la entonación con que lo emitía decía tanto que
yo no necesitaba que dijera nada más para saber lo que quería decir. Lamía una
y otra vez, con la paciencia con que antes le hacía los masajes, y metía el
dedo con cuidado, hasta que noté que sería mejor que fueran dos los dedos. En ese
momento dejé de lamerle el clítoris y comencé a chupárselo, a sorberlo entre
los labios, como si yo fuera un bebé alimentándome de su placer. Sus caderas
me empujaban para indicarme que iba por el buen camino.
Sentí que algo tiraba de la goma de mis boxers.
Ella no podía hablar, pero sí actuar, y había movido una mano para
quitármelos, para hacerme saber lo que necesitaba que ocurriera. Volví a besarla, pero ella apenas
reaccionaba, solamente movía su mano para buscar mi polla a tientas, agarrarla,
y llevarla a su coño, mojado y caliente. Y yo, visto cuánto se me necesitaba,
agarré mi polla, con un reguero de humedad en la punta, pasé un par de veces por encima de sus labios, impregnándomela de sus
jugos, empujé sobre su clítoris para que la sintiera allí durante un segundo, y por fin me
asomé con ella a su vagina.
La sensación de entrar en un coño mojado y caliente es algo
que solo puede explicarse si se conoce. Es como volver al hogar, como
envolverse en una manta en una noche de nieve, como sumergirse en una
bañera tras una semana de duro trabajo, como todo eso y mucho
más. Y si el coño caliente y mojado es el de la mujer adecuada, la sensación se
potencia. Tal como fui entrando en ella comenzaron a desatarse en mi glande y
en mi polla multitud de chispas que me recorrían la espina dorsal y que me
llevaban a seguir empujando, mientras podía sentir su coño adaptándose a mi forma. Ella
había doblado la cara y se mordía el puño. Parecía que fuera de dolor, pero
cuando llegué hasta el final, hice tope y volví a salir de ella me miró
suplicante para que no lo hiciera, para que siguiera follándola, tal como
iba, despacio pero no mucho, porque lo que ella quería era correrse, que la
follara hasta correrse con mi polla dentro. Y yo iba a hacer todo lo posible para que eso ocurriera.
De vez en cuando yo cambiaba el ritmo de mis penetraciones.
En lugar de un mete saca lineal como un émbolo, oscilaba las caderas para entrar
en ella desde los lados, con un ritmo más lento, para que sintiera más el roce. A ella al principio no le gustaba que parase, pero cuando sentía el cambio de
las sensaciones dejaba de protestar y seguía sintiendo. Luego, volvía a
follarla con la rapidez que llevaba antes, fuerte pero no demasiado, siempre
un poquito más, un poquito más, hasta que volvía a parar para variar las
sensaciones. En mis testículos podía sentir el flujo que
se derramaba de su coño en cada una de mis embestidas, como si realmente la
estuviera barrenando. Se agarraba a mi culo y me magreaba las nalgas como hizo
antes con los músculos de mi pecho. Cuando pareció que llegaba el momento adecuado, le dije
al oído:
– Y ahora lo que quiero es que te
corras.
Puso una mano sobre mi abdomen para mandarme que me quedara quieto, y yo obedecí, claro. Con unos movimientos de cadera rápidos y complejos lanzó su pelvis
contra mí, dos gritos agudos surcaron el silencio de mi casa y arañó mi espalda
con sus uñas mientras convulsionaba abrazada a mi tronco. Unos segundos después
estaba rendida, tumbada sobre el colchón, desnuda y desmadejada, con los
mofletes sonrojados y sonriendo sin fin, y yo la besaba para darle la
enhorabuena por su orgasmo.
Y entonces me miró a los ojos. Y supe todo lo que necesitaba
saber en ese momento.
Luego, dado que sentía todavía su coño húmedo y caliente con mi
polla dentro de ella, le dije, tan suave y tan bajito como le dije antes:
– ¿Quieres correrte otra vez? Te
espero, si quieres.
– Me has puesto muy caliente, quiero
más.
Lo siguiente que sentí fue su pelvis moviéndose contra mi
polla, contra mi abdomen. Deslizaba tan bien como antes, y seguí
follándola, ahora con movimientos más profundos y calmados, aguardando a que
llegara el momento.
Se repitieron ritmos, se repitieron movimientos, se
repitieron cambios y formas de follarla en diagonal. Cuando ella volvió a
sentir que llegaba el momento intentó avisarme, y esta vez me paré yo para que ella se corriera abusando de mí,
agitándose contra mí. Los dos gritos agudos surcaron de nuevo el silencio de
mi casa. Pero yo seguía sin correrme.
Esta vez tardó un poquito más en recuperar su plena
movilidad, abatida por un orgasmo que me dejó otras marcas en la piel de mi
espalda. Luego se incorporó enseguida, voluntariosa, para conseguir mi orgasmo. En un
movimiento rápido colocó el culo frente a mi abdomen, de espaldas a mí, y ella
misma llevó mi polla a su vagina, mojada y remojada por los sucesivos orgasmos.
Yo era tan feliz que estaba por encima de las sensaciones físicas, y la
verdadera gozada que era estar follando con ese bombón me tenía abstraído.
Quizá fue eso. O quizá fue el vino que habíamos bebido en la comida. O quizá fue el
tiempo desde la última vez que había estado con una mujer.
Pero debo decir que, a pesar de las maravillas que ella obraba con sus caderas y su
culo, de la forma en que, realmente, ella se me follaba, yo no acabé de
correrme ese día. Primero la follé moviéndome yo, durante bastante rato, luego
fue ella la que se movía contra mí, y luego intenté masturbarme para regarla
con mi semen. Pero no lo conseguí, y eso ha quedado como la anécdota de aquella
primera vez en que ella y yo lo hicimos. Por supuesto, en siguientes encuentros
sí me corrí, con total normalidad. Incluso alguna vez, por desgracia, demasiado
pronto. Pero eso será algo que contaré otro día, si lo hago.
Este ha sido mi relato de la primera vez que estuve con mi
chica. Entiendo que no es tan sensual o tan excitante como otros relatos que
hayáis leído, incluso en este mismo blog. Pero este es real, palabra por
palabra. Está escrito para documentar un momento íntimo, como otras parejas
hacen fotos o vídeos de sus momentos íntimos, como explicaba al principio del
relato. Os cuento algo íntimo y real, mío y de otra persona que sabe que es
ella la persona en cuestión y que, de hecho, me ha pedido que lo escriba. Es su
acción exhibicionista, es su forma de mostrarse al mundo, aunque sea a través
de mis palabras. Quizá, si tenemos suerte, ella nos lo cuente algún día con las
suyas. O se anime a hacer otras cosas. Quizá. Gracias por leerme. Por leernos.